En la iglesia, una señora se acerca y se sienta al lado. El sacerdote dirige una oración, palomas revolotean sobre el crucero del templo, como si aquello fuera un parque a media tarde. “¿Usted vino de Acapulco?”, pregunta. No, de México. ¿Usted? “Yo de aquí”, dice ella, 79 años, el cuerpo duro, la voz suave y tenue, una llovizna. “Nosotros hemos luchado siempre. A mi hija me la mataron, a mi hijo también me lo mataron. A mi marido se lo llevaron, pero luego lo soltaron”, relata. El cura termina, la gente se levanta, también la señora, que se acerca al altar.
Otra mujer, también septuagenaria, toma el micrófono y habla. Unas lonas cubren las escaleras que dan al presbiterio, las fotos de decenas de personas, la mayoría hombres. Imágenes viejas, caras y peinados salidos de otro tiempo, recuerdos de los que no están, de los desaparecidos antiguos, de los años 60 y 70, víctimas de la contrainsurgencia, la llamada guerra sucia. La mujer que habla ahora se llama Tita Radilla. Su padre desapareció cerca de aquí, en Atoyac, en la sierra de Guerrero, hace ahora 50 años. Se llamaba Rosendo Radilla. Militares se lo llevaron y nadie volvió saber de él.
Alrededor de Tita Radilla hay cantidad de hombres y mujeres en sus 60 años, sus 70. Muchos llevan colgados al cuello unos afiches plastificados con las caras de sus familiares, desaparecidos también. Más tarde, sentada en su oficina, saboreando un vasito de chilate, Radilla recordará que solo aquí, la asociación que dirige da seguimiento a no menos de 100 casos. No por nada, Atoyac fue el epicentro de la campaña contrainsurgente del Estado hace ahora medio siglo. De aquí salieron las guerrillas de Genaro Vásquez y Lucio Cabañas. Aquí, militares y policías judiciales torturaron, asesinaron y desaparecieron a cientos. Guerrilleros y no guerrilleros.
Y tantos años después, aquí se juntan sus hijas, sus nietos, sus madres, para celebrar el día internacional de las personas desaparecidas, 30 de agosto, e inaugurar un pequeño museo de los que no están. Es una de esas ideas profundamente contestatarias, el museo, un espacio humilde, lejos de los circuitos culturales urbanos, una luz en la oscuridad. Porque así es. Tanto tiempo después, México aún ignora de qué tamaño fue la represión. Recientemente, parte de los investigadores de la comisión de la verdad contaron 8.500 víctimas. Pero faltan más, porque faltan más informes, un esfuerzo, liderado por el Gobierno actual, que lucha por llegar a buen puerto.
50 años no han sido suficientes para mirar de frente al pasado en México. La falta de cifras de la represión en la segunda mitad del siglo pasado ilumina parte del desastre. Nada se ha investigado, como prueba el caso de Rosendo Radilla, paradigma de la represión estatal. No solo fue lo que ocurrió, es que, pasados tantos años, no hay un institución en México capaz de investigar, saber qué pasó exactamente, y encontrar su cuerpo, los cuerpos de los desaparecidos. Siquiera los cuerpos. Hace un par de semanas, una jueza que vio el caso Radilla llamó la atención sobre esto, criticó con dureza a la Fiscalía y calificó la represión en Guerrero de terrorismo de Estado.
“Es lo que nosotros habíamos dicho, terrorismo de estado”, dice ahora Radilla, después de la iglesia y la comida, en su oficina, que maneja junto al museo. “Nosotros no aceptamos eso de guerra sucia. Porque, ¿dónde estaba el otro ejército? Ellos pretendían aterrar a la población para que no apoyara a la guerrilla, por eso castigaron de manera bárbara a gente que nada tenía que ver con ellos. Y ahora, con esta sentencia, pues bueno, estoy muy agradecida”, añade.
La sentencia abre la puerta a un nuevo entendimiento de la contrainsurgencia, igual que los esfuerzos de la comisión de la verdad. Pero su importancia trasciende a la narrativa y apunta a los hechos. La jueza reclama a la Fiscalía que ordene la detención de unos 30 militares, implicados en el caso de su padre, implicados, en realidad, en las desapariciones, tortura y ejecuciones de tantos otros. Y exige a la dependencia, que abrió el caso Radilla en 1999, y cuenta con sentencias en contra de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que haga su trabajo. Esto es, que investigue.
Quizá por todo ello se respira un ambiente medio festivo en Atoyac este día. Estos hombres y mujeres que han dedicado su vida a luchar, como la señora de la voz tenue y el cuerpo duro, por ejemplo, que se llama Alicia Mesino; o la hija de Miguel Nájera Nava, Berenice, que recuerda cómo su papá logró enviar cartas desde el Campo Militar Número 1, en aquella época, gracias a un soldado con dolor de conciencia; o la hija también de Francisco Argüello, que ha traído una maqueta de su papá, con su muñeco y su caballo de trapo, la foto de él pegada a la tela, que acaba instalado en el museo. Estas personas, que han convertido su lucha en una forma de acompañarse.
El museo nace como una forma de plasmar todas sus historias, explica Radilla. Aún huele a pintura y hace un calor tremendo. La mujer explica en la sala del fondo el significado de algunos de los objetos, una guayabera de Miguel Nájera Nava, unas tijeras de cortar el pelo de Lucio Cabañas… En la sala principal, además de decenas de fotografías, destacan dos cajas de plástico, envoltorios en que las autoridades devolvieron hace años los restos de algunos represaliados, entre ellos un familiar de la señora Mesino, Esteban, seguidor de Cabañas y su Partido de Los Pobres.
Tanto el museo como la oficina de la asociación de los familiares de desaparecidos de la región yacen en un terreno que fue cuartel militar en Atoyac, lo que no deja de sorprender. Pensar que a metros de aquí, de donde Tita Radilla bebe su chilate, tuvieron preso a su padre, pone los pelos de punta. “Así es”, dice ella. “Las primeras veces que vinimos, hacíamos marchas y llegábamos hasta aquí, a la entrada, y poco a poco nos fuimos metiendo, ja, ja. Después nos quedamos aquí, tenemos la necesidad de vigilar el lugar. Caminamos por toda la extensión del terreno, buscamos. Porque pensamos que si lo sepultaron aquí, con el paso del tiempo puede aparecer algo”.
Resulta todo un misterio el destino de Rosendo Radilla. Luchador social, cantante aficionado, expresidente municipal de Atoyac, militares lo pararon en un retén en agosto de 1974, cuando salía con su hijo hacia Chilpancingo, donde iba a visitar a su esposa, que vivía allí con sus hijas mayores. El hijo pudo volver a casa, pero su padre no. Tita Radilla cuenta que hasta 10 testigos sitúan al padre en ese cuartel militar de Atoyac, pero luego… Hay versiones de que los trasladaron al Campo Militar número uno del Ejército, en Ciudad de México. Hace un mes trascendió una lista que un militar había mandado a una madre buscadora en 2004, con una presunta lista de personas, que los militares habían arrojado al mar, en los famosos vuelos de la muerte. El nombre de Rosendo Radilla estaba entre ellos, 183 en total…
“Ya no confiamos en nada. Para mí esa lista es falsa, en el sentido de que no son listas de vuelos de la muerte. Esa lista dice viajes, y aunque los datos de fechas de detención, de desaparición, el lugar, son ciertos, no me acaba de…”, reflexiona la mujer. “Porque además es una lista trunca, le falta la parte de arriba. Y lo del Campo Militar número uno, puede ser. Estaba en manos de ellos, lo podían trasladar y regresar y hacer lo que ellos quisieran. Sí lo creo, sí. Y quizás a Acapulco lo mandaron, y aquí también, y quizá lo aventaron al mar. Pero a mí me tienen que dar pruebas de todas esas historias”, zanja.
La crisis de desaparecidos que vive México, que cuenta más de 100.000, la mayoría de los últimos 15 años, enfrenta al país con historias recientes. Si bien los contextos en que ocurren beben de circunstancias añejas, los hechos son cercanos en el tiempo. Pero en el caso de Radilla y de todos estos hombres y mujeres que se han juntado hoy aquí para celebrar la vida, son 50 años, 55, 60. ¿Cómo es eso? ¿Evoluciona el dolor? ¿Cómo afecta el paso del tiempo, de tanto tiempo? “No cuenta el tiempo”, dice la mujer. “Es el día a día, pensamos que quizá mañana… No sentimos el tiempo porque siempre tenemos la esperanza de mañana. De que mañana pueda regresar. Y también ayuda a vivir. Si no, sería terrible. La desesperanza es terrible. Pero somos como los alcohólicos, decimos, ‘quizá mañana’. Así nos animamos”, cierra.
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